Alexander, Lloyd by P1 El Libro de los Tres

Alexander, Lloyd by P1 El Libro de los Tres

autor:P1, El Libro de los Tres
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


El grupo no volvió a la pradera, sino que empezó a internarse en el bosque. La aparición de los Nacidos del Caldero les obligaba ahora a abandonar la ruta que Fflewddur había escogido, pero el bardo esperó que pudiesen despistar a los guerreros y, describiendo un círculo, volver nuevamente al terreno más elevado.

Trotaron sin separarse, no atreviéndose a detenerse ni tan siquiera para beber. El bosque les ofrecía cierta protección contra el sol, pero pasado cierto tiempo la marcha empezó a dejar sentir sus efectos. Sólo Gurgi no parecía fatigado o incómodo. Su caminar encorvado no vacilaba ni por un momento, y los enjambres de mosquitos e insectos que les acosaban eran incapaces de penetrar su enmarañada cabellera. Eilonwy, que insistía con orgullo en que le encantaba correr, se aferraba al estribo de Melyngar.

Taran no podía estar seguro de lo cerca que se hallaban los guerreros; sabía que los Nacidos del Caldero mal podrían perder su rastro, bastándoles el ruido en todo caso, pues ya no intentaban moverse en silencio. La velocidad era su única esperanza, y siguieron forzando el paso un buen rato después de que hubiese caído la noche.

Se había convertido en una ciega carrera en la oscuridad, bajo una luna sumergida por pesados nubarrones. Ramas invisibles trataban de aferrarles o les arañaban el rostro. Eilonwy tropezó una vez y Taran la ayudó a levantarse. La muchacha volvió a desfallecer; la cabeza se le doblaba sobre el pecho. Taran quitó las armas de la silla de Melyngar, compartió la carga con Fflewddur y Gurgi y subió a Eilonwy, a pesar de sus protestas, a la grupa de Melyngar. Ella se dejó caer hacia adelante, apretando la mejilla contra las crines doradas de la yegua.

Toda la noche lucharon por abrirse paso a través del bosque que, cuanto más se acercaban al valle del Ystrad, se hacía más denso. Cuando apareció la primera y vacilante luz del día, hasta Gurgi había empezado a tambalearse fatigado y apenas si podía poner un velludo pie a continuación del otro. Eilonwy se había sumido en un sopor tan profundo que Taran temía estuviese enferma. Su cabellera, revuelta y empapada, le caía sobre la frente; tenía el rostro pálido. Con ayuda del bar do, Taran la bajó de la silla y la depositó sobre una loma cubierta de musgo. Cuando osó desceñirle la incómoda espada, Eilonwy abrió un ojo, puso cara de enfado y apartó la espada..., con más decisión de la que él había esperado.

—Nunca entiendes las cosas a la primera —murmuró Eilonwy, sujetando firmemente el arma—. Pero supongo que todos los Aprendices de Porquerizo son iguales. Te dije antes que no iba a ser tuya, y te lo digo ahora por segunda vez... ¿o es la tercera, o la cuarta? Debo de haber perdido la cuenta. —Diciendo esto, rodeó la vaina con los brazos y volvió a dormirse.

—Debemos descansar aquí —le dijo Taran al bardo—, aunque sólo sea un poco.

—De acuerdo —gimió Fflewddur, que se había tendido cuan largo era con los pies y la nariz apuntando hacia arriba—.



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